Experimentar el evangelio

CREEMOS QUE EXPERIMENTAR EL EVANGELIO NOS SALVA Y TAMBIÉN NOS CAMBIA

EL MENSAJE

El evangelio es el mensaje central de la Biblia. Desde el comienzo hasta el final de la misma es el gran tema central que la rige. Cuando uno lee las Escrituras llega a darse cuenta que el gran dilema que ésta plantea es ¿cómo puede hacer Dios para perdonar y tener una relación con una humanidad que ha decidido darle la espalda? La respuesta a esta pregunta es justamente el evangelio.

¿QUÉ ES EL EVANGELIO?

El evangelio esencialmente dice dos cosas. En primer lugar, el evangelio afirma que todos somos pecadores. Somos muy conscientes que hoy en día es casi un pecado hablar del pecado. Definitivamente no es el primer tema de conversación en un café o en una fiesta con amigos. Sin embargo, es una cuestión tan relevante y esencial de entender hoy como lo fue hace siglos.

Ser pecadores va mucho más allá de simplemente hacer algo malo (aunque lógicamente lo incluye). Ser pecador tiene que ver con estar dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de asegurar la felicidad y seguridad que creo que merezco y necesito.

Sí, mentir es pecado. Pero el pecado de la mentira es más profundo que simplemente decir algo que no es verdad. Es falsear la realidad porque estamos convencidos que esto nos dará felicidad o seguridad. Sí, robar es pecado. Pero robamos porque estamos convencidos que si no lo hacemos no tendremos lo suficiente para subsistir o satisfacer todas nuestras necesidades y placeres. Pecar es más que simplemente hacer algo malo, pecar es transformar cualquier cosa (buena o mala) en algo que sí o sí tenemos que conseguir porque estamos convencidos que sin ello nuestra vida se arruinaría.

Dicho de otra forma, pecar es creer la mentira de que podemos encontrar vida plena lejos de Dios (Génesis 3:5,6). Al pecar, le decimos indirectamente a Dios: “No eres bueno ni me amas, si no jamás me hubieras puesto en esta situación con mi jefe. Yo sé que no quieres que mienta. Pero si no lo hago, puedo quedarme sin trabajo. Tú no lo ves, no lo entiendes, no sabes lo que es ser un humano. Tampoco creo que tengas poder, o al menos no tienes suficiente amor por mí como para ayudarme. Así que yo haré algo al respecto”. Pecar es una ofensa contra Dios porque yo me transformo en el salvador de mi propia vida. Confío en mi propia inteligencia y recursos para ser feliz y dejo de lado cualquiera de sus directivas. De esta forma, implícitamente expresamos que él no es amoroso, que no quiere nuestro bien, que no tiene poder ni deseos de hacernos felices y que todos sus mandamientos son simples caprichos que nos privan de ser felices en la vida.

En segundo lugar, el evangelio afirma que Cristo murió en la cruz por nuestros pecados. Todos hemos pecado. Lo sabemos. Produce vergüenza, culpa y nos hace sentir incómodamente expuestos. Por eso muchas veces lo negamos, lo tapamos o tratamos de justificarnos. Aún Ernest Becker, un discípulo ateo de Freud, afirma: “La culpa no es el resultado de una fantasía infantil sino la conciencia adulta de la realidad. No hay ninguna fuerza que pueda con la culpa menos la fuerza de un dios”. Frente a esta realidad innegable, el evangelio es una buena noticia. Ya no hay necesidad de defendernos o de fingir que no somos lo que somos. Dios no nos rechaza. De hecho, nos ama tanto que está dispuesto a dejar que su propio Hijo sea escupido, golpeado, insultado y, finalmente, crucificado para pagar nuestras ofensas. Jesús se convierte en nuestro sustituto y muere en la cruz en nuestro lugar. El que nunca hizo nada malo, da su vida por aquellos que decidieron rechazarlo (2 Corintios 5:21).

Como ha dicho el famoso escritor Tim Keller: “Somos más perversos de lo quisiéramos creer, pero más amados y aceptados en Cristo de lo que pudiéramos aventurarnos a esperar, y todo al mismo tiempo”. Dios en la cruz nos ofrece su perdón. El propósito de este perdón es que podamos disfrutar nuevamente de su cercanía. ¿Qué espera de nosotros a cambio de semejante regalo? Absolutamente nada. Simplemente que lo aceptemos. ¿Cómo? A través de lo que la Biblia llama arrepentimiento y fe. Es decir, que reconozcamos que le hemos dado la espalda y que, como un mendigo que es consciente de su necesidad, aceptemos nuestra rebelión y recibamos con manos extendidas el regalo del perdón que nos ofrece.

Nuestra iglesia sostiene seis valores fundamentales. Los primeros tres de ellos nos ayudan a vivir el Gran Mandamiento y tienen que ver con lo que queremos “ser”. Los últimos tres nos ayudan a vivir la Gran Comisión y tienen que ver con lo que queremos “hacer”. Nuestra intención es que estos valores afecten e influyan el pensamiento, la vida y todas las actividades y acciones de todos los miembros y asistentes de nuestra iglesia.

¿CUALES SON LAS CONSECUENCIAS DEL PERDON?

El evangelio nos salva. Uno de los resultados más preciosos de creer el evangelio es la promesa que Dios nos hace de estar toda la eternidad junto a él. La Biblia afirma: “Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en Jesús, para que sepáis que tenéis vida eterna” (1 Juan 5:13). Como podemos ver en este pasaje, la Biblia nos muestra que Dios desea que todos los que realmente hemos creído en Jesús podamos disfrutar del regalo de estar para siempre con él.

Tristemente, muchas personas asocian el cielo como una nube blanca donde, como angelitos con alas, tocamos un arpa por siempre jamás. También piensan que el infierno es una enorme caverna con un fuego rojo, donde el diablo con cuernos, cola larga y un gran tridente nos espera. Si bien la Biblia utiliza distintas imágenes para describir el futuro de la humanidad, estas dos caricaturas no representan acertadamente lo que las Escrituras enseñan.

Ser salvos e ir al cielo es, en esencia, tener la posibilidad de ver a Dios cara a cara y disfrutar en plenitud de su persona por la eternidad (Apocalipsis 22:5). Si lo piensas un momento, sería muy difícil concebir un regalo más precioso.

Para el hombre y la mujer de hoy, pensar en la vida eterna suele sonar como una fantasía, un mito o una bonita historia para niños; sin embargo, pocas cosas tienen mayor relevancia. Cuando murió la esposa del famoso escritor cristiano C.S. Lewis (el autor de “Las crónicas de Narnia”) su fe fue probada como nunca antes. Pasó por un tiempo de profundo dolor, duda y oscuridad. En unos de sus libros él mismo escribe: “Me dicen que está en paz. ¿Cómo pueden estar seguros?”. Sin embargo, luego de ese período de lamento y desesperación, su fe volvió a resurgir y escribió las siguientes palabras: “Si ella ya no existe, entonces nunca existió. Me equivoqué al pensar que una nube de átomos era una persona. Y si la vida acaba con la muerte, entonces no tiene mucho significado”.

El evangelio nos cambia. Normalmente cuando pensamos en el evangelio solemos concluir que sólo es necesario para las personas que no son creyentes y necesitan salvación. La Biblia afirma que no es así. El evangelio es una necesidad imperiosa para los creyentes y no creyentes por igual. Permítenos explicártelo usando una ilustración.

Cada mañana cuando nos despertamos solemos repetir algunos hábitos. Apagamos el despertador, nos dirigimos al baño aún dormidos, encendemos la luz, y nos acercamos al espejo para intentar reparar los “daños” que ha dejado la noche en nuestra cara. Al hacerlo, somos confrontados con nuestras arrugas, con el pelo despeinado y con los muchos defectos que nos gustarían que no estuviesen allí. Mientras la luz está apagada y nos mantenemos lejos del lavabo, esos defectos parecen no existir. Sin embargo, cuando encendemos el interruptor, somos expuestos a la realidad. De esta misma forma, cuanto más crecemos en nuestra vida espiritual y más nos acercamos a la Luz (Dios), más nos damos cuenta de nuestras imperfecciones y defectos (Santiago 1:22-25). Como consecuencia de esta nueva luz, recibimos progresivamente la capacidad de ver nuestra necesidad de perdón y la incapacidad o falta de poder para cambiar estos defectos. En otras palabras, somos despertados nuevamente a necesitar más del evangelio de la gracia.

Entonces, ¿cómo nos cambia? En primer lugar, el evangelio me permite aceptar que yo soy el problema. Si hablamos honestamente con cualquier matrimonio que haya estado casado durante unos cuantos años (o con cualquier persona que tenga compañeros de trabajo) encontraremos que muy posiblemente se culpen el uno al otro por sus discusiones y peleas. La esposa dice: “Me pone de los nervios que no recoja su ropa. Nunca lo hace” (es decir, el marido es el responsable de su enfado, no ella). Por su parte, el marido dice: “Le grito porque si no es imposible que me escuche” (es decir, la esposa es responsable de sus gritos, no él). Alguien una vez utilizó una ilustración muy gráfica para expresar una gran verdad. Imagina que una persona tiene en su mano una botella de agua mineral abierta y la sacude. Cuando lo hace, toda el agua se vuelca fuera del envase salpicando todo a su alrededor. Entonces la persona pregunta: “¿Por qué se derramó el agua del envase?” “Porque usted la ha sacudido”; suele ser la respuesta más normal. Entonces la persona responde: “No. Porque estaba llena de agua. Si hubiera estado vacía o llena de Coca-Cola, jamás hubiera salido agua al sacudirla”. Esta ilustración expresa en forma inmejorable las palabras de Jesús en Lucas 6:45: “El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca lo que es bueno; y el hombre malo, del mal tesoro saca lo que es malo; porque de la abundancia del corazón habla su boca”.

¿Qué está diciendo Jesús? Lo mismo que muestra nuestra ilustración. Que el problema no son las personas ni las circunstancias que me sacuden, el problema soy yo que cuando me sacuden respondo pecando. Piensa lo siguiente ¿Cómo reaccionó Jesús cuando lo escupieron? ¿Cómo reaccionó Jesús cuando lo maltrataron? ¿Cómo reaccionó Jesús cuando dijeron mentiras de él y lo acusaron falsamente? (1 Pedro 2:23,23). Ahora tú puedes estar pensando: “pero reaccionar como Jesús es imposible”. Justamente esto es lo que el evangelio nos recuerda. Nunca voy a poder responder como Jesús con mis propias fuerzas. ¡Jamás podré vivir como él!

Esta verdad me confronta y me libera. Me confronta porque me hace responsable de mis reacciones y respuestas. Yo soy el que no vive como Cristo. Yo soy el que responde con enfado, ira, mentira y de otras muchas formas a pesar de que los demás me hieran o las circunstancias sean provocadoras (¿Qué circunstancia puede ser más desafiante que, pudiendo escapar, estar dispuesto a enfrentar falsos cargos y ser azotado y crucificado sin decir una sola palabra?). Pero, por otro lado, me libera porque me recuerda una de las verdades más importantes para crecer en la vida espiritual: La vida cristiana no es difícil de vivir, ¡la vida cristiana es imposible de vivir! Vuelve a leer detenidamente esta frase. ¡Sus implicaciones son enormes! Jamás, por más que me esfuerce, podré vivir como Dios espera de mí (cualquier persona que ha estado casada, tiene hijos o compañeros de trabajo sabe que es así). Si entiendo el evangelio, ¡esto es tremendamente liberador!

Dios no me da un mandamiento y me dice: “Ve y vívelo”. Dios me da un mandamiento y me dice: “No puedes vivirlo. Te entiendo. Déjame darte las fuerzas que no tienes para que puedas vivirlo”. Pero, ¿Cómo? ¿Cómo me da la fuerza para vivirlo? (gracias por preguntar. Lee detenidamente la frase que sigue).

El evangelio me permite aceptar el perdón y el poder de Dios que necesito para cambiar. ¿Te das cuenta que buena noticia? Cuanto más crecemos en nuestra vida cristiana más nos damos cuenta de lo mucho que todavía necesitamos crecer y cambiar. Vemos nuestras respuestas y sabemos que somos culpables. Pero de repente miramos a Dios y él todavía nos ofrece el perdón incondicional que necesitamos y nos mira con compasión diciendo: “Te amo, hijo. Te amo, hija. Te quiero y te acepto a pesar de lo que has hecho. Yo ya sabía cómo responderías. Yo ya sabía lo que harías. Pero mira mis manos y mis pies atravesados. Mira mi costado, mis azotes, mi corona de espinas. Te amo y siempre lo haré. Aunque vuelvas a alejarte, y vuelvas a darme la espalda. Recuerda mi amor. Mira mi cruz y recibe mi perdón”.

Creer, o mejor dicho, experimentar la incondicionalidad del amor de Dios ¡cambia! Sí, el evangelio genera convicción de pecado, pero también convicción de que soy mucho más amado y aceptado de lo que jamás soñé. ¿Puedes imaginarte lo que sucede a continuación? Ver la bondad de Dios nos transforma (2 Corintios 3:18). Ver su perdón nos conmueve y nos lleva a recordar lo triste y miserable que es nuestra vida cada vez que estamos lejos de él. De esta forma, volvemos a elegir a Dios nuevamente porque es mucho más bueno y atractivo que cualquier otra cosa que el mundo tiene para ofrecernos.

Cuando vivimos nuevamente esta experiencia, el Espíritu Santo (que había sido entristecido o “empequeñecido” en nuestro corazón producto de nuestro pecado), vuelve a tomar el control de nuestra vida y nos da una capacidad nueva y fresca para comenzar a vivir la vida cristiana con un nivel de entusiasmo y energía sin igual (1 Corintios 15:10). ¿Es nuestro esfuerzo que ahora nos hace no gritar o no mentir? ¡Claro que no! Es estar disfrutando de Cristo, lleno de su amor y lleno de su Espíritu lo que nos da un poder no normal para vivir y responder frente a las circunstancias de nuestra vida de una manera que nosotros solos jamás podríamos (Juan 15:5).

De esta forma, como ha dicho Tim Keller: “El evangelio no es solo el ABC, sino de la A a la Z de la vida cristiana. Es inexacto pensar que el evangelio es lo que salva a los que no son cristianos, y que los cristianos maduran al tratar duramente de vivir de acuerdo con los principios bíblicos. Es más preciso decir que somos salvos por creer en el evangelio y luego somos transformados en cada esfera de nuestras mentes, corazones y vidas al creer en el evangelio más y más profundamente a medida que la vida transcurre” (puedes leer el artículo completo aquí).

¿QUÉ INVOLUCRA EXPERIMENTAR VERDADERAMENTE EL EVANGELIO?

En primer lugar, involucra ser radicalmente afectado cuando soy expuesto al mismo. Bíblicamente hablando, creer en el evangelio es mucho más que afirmar que es verdad. Creer verdaderamente es tener una experiencia personal donde soy afectado diariamente por esa creencia. No se trata simplemente de poder repetir el mensaje y coincidir con el contenido. Se trata de que el mensaje sacuda y toque todas las fibras de mí ser. Piensa en el siguiente ejemplo. Si un profesor de la facultad entra a su clase con una mochila y les dice a sus alumnos que dentro de la mochila tiene una bomba y los alumnos dicen que le creen pero se ríen, la lectura que hacemos de su respuesta es que realmente no le han creído. Han concluido que estaba hablando en broma. Sólo aquellos que salgan corriendo con desesperación tratando de salvarse habrán sido los que verdaderamente habrán creído en él y tomado en serio sus palabras. Creer una afirmación semejante y seguir sentado plácidamente en el aula es una contradicción y una evidencia de que no hemos tomado en serio sus palabras. De la misma forma, creer en Jesús va mucho más allá de afirmar que tenemos fe en él. Si realmente entendemos el peso de sus afirmaciones, esto debería producir una respuesta que afecte todo nuestro ser (En Lucas 7:36-50 puedes ver un ejemplo en la respuesta de Simón el fariseo y la mujer pecadora. ¡Ella sí que creyó!).

La conversión verdadera es el comienzo de un proceso interno (llamado santificación) donde se inicia un cambio de anhelos (deseos); donde, con el paso del tiempo, poco a poco pero cada vez con mayor intensidad, experimentar el amor de Jesús se va transformando más y más en mi tesoro, y, como consecuencia de esto, comienzo a desear lo que Jesús desea y amar lo que él ama. Cuando esto verdaderamente sucede quiere decir que él se está formando dentro de mí y que el evangelio está produciendo un efecto.

En segundo lugar, involucra comenzar a pensar con el evangelio. El evangelio no es solamente la manera en la que somos salvos, sino también la forma en la que enfrentamos cada problema y crecemos en cada etapa. Como afirma Pablo en Tito 2:11-12: “Su gracia… nos enseña a rechazar la impiedad y las pasiones mundanas”. En otras palabras, como dijo el famoso escritor Tim Keller:

“Hay que dejar que el evangelio nos enseñe. La palabra que traducimos por enseñar [en Tito 2:12] viene de la palabra griega que significa entrenar, disciplinar y asesorar a alguien por un período de tiempo. En otras palabras, debe dejar que el evangelio argumente con usted. Debe dejar que el evangelio se asiente profundamente hasta que cambie sus puntos de vista y las estructuras de su motivación. Debe ser entrenado y discipulado por el evangelio“.

Este proceso, es un proceso de renovación diaria de nuestra forma de pensar hasta que poco a poco, año tras año, vamos generando una mentalidad que se fundamenta, no en nuestros muchos esfuerzos por ser mejores, sino en la misericordia de Dios para transformarnos en la clase de personas que jamás podríamos llegar a ser sin su ayuda (Romanos 12:1,2Filipenses 1:6). Evidentemente, cambiar una cosmovisión es un proceso que lleva tiempo. Desarrollar una manera de pensar basada en la cruz no es algo instantáneo (Gálatas 4:19). Habrá momentos en que Dios y su cruz serán más reales que otros. Incluso también es un hecho que vendrán tiempos de lejanía. Pero justamente por esto, por nuestra tendencia a alejarnos, es que el llamado de Dios es que volvamos una y otra vez a experimentar el mismo evangelio que una vez nos conmovió.

Finalmente, involucra comenzar a formar una identidad basada en el evangelio. Todos los seres humanos estamos en una constante batalla por definir quiénes somos. Algunos encuentran su significado y valor en ser grandes hombres de negocios, otros lo hacen siendo excelentes en algún deporte, otros a través de su belleza, su dinero o el tipo de coche que conducen. Jamás lo admitirían, pero si les quitas cualquiera de estas cosas, su autoestima e identidad sería destrozada (imagínate simplemente cómo se sentiría un CEO de una gran compañía que conduce un Rolls Royce, si de la noche a la mañana pierde todo lo que tiene y se ve obligado a trabajar limpiando baños y a usar transporte público).

Experimentar el evangelio involucra que poco a poco se comienza a formar dentro de nosotros una nueva identidad basada no en nuestros éxitos o en lo que nosotros podemos ser, hacer o tener para parecer grandes personas, sino en disfrutar la incondicionalidad del amor de Dios a pesar de nuestros éxitos o fracasos. Con el paso de los años, nuestro valor dejará de estar en lo que los demás piensen de nosotros y comenzará a fundamentarse en lo que Dios ha hecho en Cristo por nosotros. De esta forma, al respondernos la pregunta: ¿Quién soy? Nos predicaremos a nosotros mismos el evangelio. Nos diremos: “Soy un pecador amado por gracia”. Y sentir esta verdad nos llenará de valor (Después de todo, ¡el Dios del universo ha muerto por nosotros!). De la misma forma, cuando nos detengamos a pensar: ¿Quién quiero ser en la vida? Al responder no dudaremos: “Quiero ser alguien que experimente más y más esta verdad para ser más y más cambiado por ella”.